sábado, 19 de noviembre de 2011

UNA VIDA EN DOS MALETAS


Vi aquel par de maletas por primera vez, una fría noche del mes de Febrero de 1.940. Estaba en la sala de espera de la Estación de un pueblo, cuyo nombre no viene al caso, en el trayecto entre Zaragoza y Madrid, simulando que aguardaba la hora de salida de un tren que yo sabía inexistente. Aquel invierno fue extremadamente frío, sobre todo, si no tenías un techo bajo el que guarecerte. Unos días antes había entablado amistad con un mozo de los que pululan por las estaciones ayudando a los viajeros a transportar su equipaje a cambio de unas monedas. Él era quien me facilitaba el acceso a esa sala, normalmente vedada para quienes no dispusieran de un billete de viaje. Era la España de la posguerra, de las cartillas de racionamiento, del hambre, del estraperlo, de la desesperanza... Yo contaba por aquél entonces veinticuatro años, estudios de bachiller y un futuro incierto. Mi participación en la guerra alistado en el bando perdedor, no era precisamente la mejor recomendación para encontrar trabajo. Esa fue unas de las razones por las que me vi obligado a salir de mi pueblo de Aragón con destino a la capital. Pensaba que en Madrid, donde nadie me conocía, tendría más oportunidades. La otra razón fue el miedo. Mi familia se había significado en demasía por su apoyo a los ideales republicanos y me pareció que lo mejor era poner tierra de por medio.
Mi distracción favorita en aquella sala no era otra que observar a los viajeros con sus equipajes. Viéndolos con sus maletas, imaginaba sus preocupaciones, sus íntimos anhelos, sus más recónditos pensamientos. Les hacía protagonistas de apasionados romances, de dramas terribles y tenebrosos que, se iniciaban y alcanzaban su desenlace en mi imaginación, entre aquellas cuatro paredes, al calor que a duras penas mantenía una estufa de hierro colado, alimentada regularmente por un mozo de estación que, con mimo, depositaba en su panza de tarde en tarde trozos de carbón.
Esa noche casi no había viajeros. Apenas un grupo de seminaristas que, haciendo gala de su juventud, reían y bromeaban en voz baja, burlando las severas miradas del sacerdote que les acompañaba. También dos falangistas hieráticos, con sus camisas azules, sus correajes, y como no, sus pistolas al cinto y sus miradas inquisitivas y desafiantes que me hicieron permanecer temeroso y en tensión mientras estuvieron en la sala. Por suerte, se habían marchado hacía ya un buen rato. Poco después de ellos lo hicieron los seminaristas y la sala quedó vacía, salvo por mi presencia. Después de la tensión y el miedo, la tranquilidad, el agradable calor y lo avanzado de la hora —eran las dos de la madrugada— hicieron que, poco a poco, me fuese invadiendo un sopor espeso y pesado.
No podría precisar cuanto tiempo llevaba dormido cuando todo comenzó. Primero aquella congoja asfixiante, luego una angustia insoportable. El aire de la sala se tornó espeso, irrespirable y frío, como si una ráfaga helada y maligna hubiese hecho descender bruscamente la temperatura. Abrí los ojos con temor. Aterido y asustado contemplé a la bella desconocida que, sentada en un rincón me miraba fijamente sin parpadear. Vestía con elegancia, mas con un estilo algo anticuado. Sobre la cabeza un pequeño sombrero y a él sujeto un tenue velo que difuminaba sus rasgos, pero sin restar un ápice de intensidad a su mirada: fría, dura, penetrante e imperiosa. Sometiéndome, se adueñó sin resistencia de mi voluntad. Apenas recuerdo el resto de su indumentaria, tal era el magnetismo que ejercían aquellos ojos enormes y negros de los que no recuerdo ni un solo parpadeo. Junto a la mujer, en el suelo, dos maletas de cuero bastante desgastadas, sobre las que se apreciaban varias pegatinas de esas que te ponen en los hoteles. Por ellas deduje lo mucho que debían haber viajado. Sin dejar de mirarme se incorporó y supe al instante cual era su voluntad. No fue necesario el menor gesto, yo sabía lo que esperaba de mi. Tampoco era necesario que me lo pidiera, hubiese hecho cualquier cosa que ella deseara. En esos momentos era un títere, un ente sin voluntad. Tomé las maletas y la seguí. Caminaba tras ella a pocos pasos, en silencio. La mujer, más que andar flotaba, si bien sus piernas se movían y sus píes tocaban el suelo, daba la impresión que no lo necesitaba, que podría desplazarse suspendida en el aire con solo desearlo. El frío era cada vez más intenso. En todo el camino no encontramos un solo ser vivo, ni una rata, ni un murciélago, ni tan siquiera una cucaracha se cruzó en nuestro camino. Las farolas arrojaban sobre el asfalto sus débiles rayos de luz que, temblorosos, disminuían su intensidad, como si también quisieran ocultarse a nuestro paso, sustraerse a nuestras miradas. Solo yo tras ella temblando de miedo, cautivo, convencido de la inutilidad de cualquier intento por abandonarla. Se detuvo ante un portal cualquiera de una calle cualquiera y me hablo por vez primera.
—Hemos llegado. Ahora vete —su voz era suave, fría y cautivadora— algún día volveremos a encontrarnos y entonces vendrás conmigo.
Obediente solté las maletas para alejarme de allí, libre por fin de su hechizo. Caminaba con prisa para salir de su perverso influjo lo antes posible cuando, un quejido desgarrado rompió el silencio de la noche y me hizo parar en seco paralizado por el miedo y girar temeroso la cabeza. En la ventana del primer piso del portal donde ella había entrado estaba la luz encendida y, varias siluetas se agitaban frenéticas cual sombras chinescas. Una voz femenina repetía entre sollozos.
—Mi niño, mi pobre niño, mi pequeñín —otra voz, esta masculina. También gritaba con desconsuelo—. Hijo mío. ¿Porqué? ¿Porqué este castigo señor?
Del portal vi salir la mujer llevando un niño de su mano. El pequeño no parecía asustado, ni forzada su voluntad. Más bien al contrario, miraba a su raptora con gesto alegre e ilusionado.
Incapaz de moverme, contemplaba horrorizado la escena, cuando una fuerte sacudida acompañada de una voz que repetía mi nombre, me hicieron regresar a la realidad. Era mi amigo, el «maletero», el que me despertó de aquel siniestro sueño. La estufa estaba apagada y en la sala hacía un frío glacial.
—José. ¡Despierta José!. Hoy no había trenes después de las tres y no han mantenido la lumbre en la estufa. Menos mal que vine para ver que hacías. Si llegas a permanecer dormido un par de horas más con este frío, lo más probable, es que hubieses muerto congelado. Vamos a la cafetería, un café con leche caliente, te sentara bien.
Han pasado muchos años. Nunca más he vuelto a verla, ni he vuelto a soñar con ella. Pero su recuerdo siempre ha permanecido vivo. Ahora soy un anciano de ochenta y cinco años. La vida ha sido generosa conmigo. Me dio una mujer maravillosa y cuatro hijos de los que me siento orgulloso. También un nieto que, con solo mirarlo colma mi felicidad. Hoy he ido a visitarlo. Está en cama con algo de gripe. Sus padres han de irse a trabajar y, claro, el abuelo no puede dejar pasar la ocasión de estar a solas con su nieto toda una mañana. A Ramoncín le encantan las historias de su “yayo” y a mí, sus ojos desmesuradamente abiertos de admiración cuando me escucha.
Estando en pleno relato, un frío intenso y pesado ha hecho presa de la habitación. Otra vez las mismas sensaciones de aquella noche en la estación. Nunca en todos estos años había podido borrarlas de mi mente. En la puerta, mirándome fijamente está aquella mujer y a su lado las dos maletas. Está igual que la vi hace años. Viste la misma ropa, el mismo sombrero, el mismo velo y aparenta la misma edad indescifrable. También aquellos ojos imponentes. Por un momento sostengo incrédulo la mirada, incapaz de reaccionar. Entonces aparecen en mi mente, crueles y nítidas, las imágenes de la mujer saliendo de aquella casa con el niño de la mano.
—¡No! ¡Ramoncín no! —me incorporo, tratando de ocultarlo, de hurtarlo a su mirada fría e inmisericorde—. A él no puedes llevártelo.
—No José, no le busco a él. Es por ti, a por quien he venido —el timbre de su voz era embriagador. Imposible resistirse a su terrible encanto—. Llegó tu hora y has de acompañarme.
Bastaron esas palabras para que mi espíritu se apaciguara. Desaparecieron el frío, las dudas, la zozobra, el miedo... Una paz serena y confiada se adueñó de mi alma.
—Espera un momento —le dije—. Antes de ir contigo. Dime. ¿Porqué esas maletas?
—¿Maletas? Solo existen en tu imaginación. Conmigo solo vienen los sueños idealizados, los deseos insatisfechos, las promesas incumplidas. Solo tú, puedes descifrar el motivo por el que me ves acompañada por dos maletas que, en tu imaginación, son tu equipaje para este viaje.
—Antes de marchar quisiera despedirme de mi nieto.
—Ya es tarde. Él piensa que te has quedado dormido. Mira. ¿Lo ves?
Estoy en la puerta junto a ella, el pequeño desde la cama mira el cuerpo que fue mio. No se ha dado cuenta de nada, cree que duermo. Le lanzo un beso y murmuro una despedida. Cojo las maletas subyugado por el influjo de aquella mujer de mirada misteriosa y edad indefinida. La última mirada. Mi cuerpo sin vida recostado en el sillón y mi nieto en la cama, con un cuento abierto que lee en voz alta, mientras me mira de hito en hito, orgulloso. Curiosamente no mira el cuerpo del sillón. ¡No! Me está mirando a mí, directamente a los ojos, y su mirada es tierna, dulce y comprensiva.
FIN
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