lunes, 3 de octubre de 2011

EL FALLERO


Accésit: I CERTAMEN NARRACIÓN BREVE DE CIUDADANOS MAYORES


—Dentro de un mes, exactamente el día diecinueve de Abril. Quiero el manuscrito sobre mi mesa ¿Lo has comprendido? ¡Exactamente! Ni un solo día mas tarde.
La desesperación le hace hablar a grandes voces, dando puñetazos sobre la mesa que hacen temblar los montones de folios y volcar el vaso decorado con pinturas, regalo de su hija pequeña, lleno de lápices y bolígrafos.
—Haré todo lo posible. Lo intentaré.
Son las diez de la mañana, me ha despertado el sonido del teléfono, todavía medio dormido y con la mente embotada, escucho los berridos de mi agente literario desde el otro extremo de la línea.
—No he dicho que lo intentes. ¡He dicho que lo quiero en mi mesa!
Francisco Parra colgó el teléfono con tanto brío que, el golpe, resonó entre las paredes de su despacho como una premonición funesta, como un aviso trágico de lo que podía suceder si no se cumplía su exigencia.
Mi nombre es Ángel Carmona: tengo treinta y cinco años, estoy soltero y soy escritor; aunque por momentos dudo, si todavía lo soy, o mejor debiera expresarme en pasado. Hace más de un año que mi agente literario me persigue, acosándome, para que le entregue esa obra que todavía no he conseguido empezar .
Hace tres años, mis cuatro primeras novelas fueron auténticas superventas: una saga histórica sobre el descubrimiento y la posterior conquista del continente americano por el Reino de España. Pero ahí se me apagó la luz y no fui capaz de volver a escribir ni una sola línea más. El caso es que yo había recogido un sabroso anticipo a cuenta de mi próxima novela, eso era lo que desesperaba al editor y a mi agente, que ya empezaban a dudar de recibir algún día el manuscrito.
Cuando colgué el teléfono, todavía retumbaban en mi cabeza los gritos de Francisco Parra. Apenas he dormido tres horas, tengo la cabeza embotada y pese a intentarlo con denuedo, no he conseguido volver a coger el sueño. Los compases del pasacalles que recorre sin descanso, arriba y abajo, una y otra vez, la calle en la que vivo; unido al ruido de los petardos que, sin tregua ni descanso explotan contra el asfalto, me impiden dormir. Me levanto y bajo al Casal.
Es diecinueve de Marzo y esta noche quemarán las fallas, justo debajo de mi terraza hay una. No es demasiado grande, solo de la Sección Cuarta “B” pero, curiosa coincidencia, precisamente en una de las plantas bajas de la finca de enfrente tienen el Casal Fallero y, si el monumento es pequeño, las celebraciones que se montan los falleros son de lo mas sonado: Entre despertás, pasacalles, mascletás y juerga nocturna. En esos días, en mi piso es imposible descansar. Total que, después de soportar con entereza y resignación durante dos años la algarabía que organizaban, al tercero, pensé aquello de «si no puedes vencerlos, únete a ellos», dicho y hecho, soy fallero. Desde entonces no hay celebración, fiesta o reunión que celebre mi falla, en la que no esté presente.
Anoche, como todas en estos días, después de cenar hubo celebración en el Casal. Estaba yo repantigado en una silla intentando mantenerme despierto, cosa harto difícil a estas alturas de la fiesta, cuando me dio por observar al resto de falleros. Les conocía, durante todo el año planeábamos todo lo concerniente a la próxima falla, compartía con ellos: reuniones, meriendas, cenas formales y de sobaquillo. Casi cualquier excusa servía para reunirnos y pasar un rato de agradable compañía. A todos los consideraba buena gente y creía conocerlos, pero nunca había sentido esa necesidad malsana que, en ese mismo momento, me hacía mirarlos con atención, estudiarlos, observar sus reacciones. Como un voiyeur, como un vulgar y repulsivo mirón.
Tenemos en el Casal tres largas mesas rectangulares, donde nos sentamos para cenar y lo que se tercie. Entre las tres nos podemos juntar sobre sesenta comensales, ya dije que la nuestra es una falla pequeña, de barrio, en concreto de una de las pedanías de la ciudad de Valencia.
Estoy en una esquina, casi derrumbado sobre la mesa, muerto de sueño y cansancio después de varias noches sin apenas pegar ojo. En la mano, un vaso con restos de cerveza, les observo: en la mesa de al lado veo una pareja de mediana edad, tienen algunos años mas que yo.
Son, Salvador y Neleta, permanecen en silencio, ignorándose mutuamente, como la mayoría de los matrimonios cuando los años traen el hastío y se agota la pasión. Miran a los demás, los observan, igual que ahora hago yo con ellos. «¡Vaya!, —pienso— y yo me creía el único violador de intimidades». Descansan, también deben estar agotados como yo. Resulta extraño verlos tan quietos, ellos que forman parte, por decirlo de algún modo, de los animadores oficiales. Neleta andará por los cuarenta, pero aparenta unos cuantos menos y conserva casi todo su atractivo. Es menuda y su melena, que casi le llega a la cintura, ha roto mas de un corazón. Le gusta el baile: salta, brinca y corretea con una alegría sana y desbordante siempre que tiene ocasión. Es junto con María, la hija del tio Paco la mas revoltosa de las reuniones, siempre con esa gracia natural de la que hace gala en todo momento, pero no, ahora parece triste, como si estuviese soportando una carga demasiado pesada para sus hombros. De vez en cuando mira de reojo a su marido y emite un suspiro apenas perceptible, tan sutil y disimulado que no creo que nadie más lo haya detectado, solo yo —despreciable ladrón de sentimientos ocultos—. Salvador, el marido, dormita con los ojos medio entornados, sin duda bajo los efectos sedantes de algunos cubalibres de más. Es alto y corpulento, su grueso vientre sube y baja al ritmo acompasado de una respiración que denota el extremo grado de sueño y cansancio bajo el que se encuentra. De la cabeza, con mucha calva y poco pelo, resbalan gruesas gotas de sudor que, una vez superadas las arrugas que se forman en su frente por el esfuerzo que hace por no cerrar los ojos, caen sobre las mejillas; donde, de rato en rato, las seca con una servilleta de papel o con la misma mano.
Los conozco bien, no estarán demasiado tiempo en ese estado, lo imprescindible para reponer fuerzas y lanzarse de nuevo a la vorágine de la danza.
—Vamos Neleta, ¡despierta!, que ya suena el chocolatero. ¡Venga que te caes de sueño!
Tomando de la mano a la mujer, la arrastra entre risas hasta donde se encuentra el resto de bailarines que, igual que todos, intentan disimular su agotamiento. Se trata de aguantar más que ninguno, nadie está dispuesto a dar su brazo a torcer en esa tesitura.
—¿Que despierte yo? Pero si eres tú, el que está medio dormido. ¡Venga!, ¡vamos ya!, que me estaba aburriendo. —Exclama Neleta.
Finge mejor que nadie, simula una alegría que no es cierta. Nadie ha debido darse cuenta, pero a mi me ha parecido ver por un breve, un minúsculo instante: un fulgor de rabia, tristeza y decepción en sus ojos, que ha desaparecido con la misma rapidez que apareció, justo en el momento de levantarse para ir corriendo hacia el grupo de bailarines.
Justo lo que pensaba, bajo los primeros acordes de Paquito el chocolatero, los dos súbitamente repuestos, se han lanzado al centro del Casal y bailan con verdadera pasión, esforzándose por divertirse. Los miro y pienso si no estarán tratando de aturdirse, de apartar algo de sí mismos.
Resuenan atronadores los compases de la música festera y yo repito mi reflexión una vez mas «si no puedes vencerlos, únete a ellos». Me levanto y sin demasiado entusiasmo me lanzo al frenesí de los movimientos rítmicos y sincopados, al que me obligan mis amigos, los falleros.
A mi lado baila Isabel, una joven de apenas diecinueve años que, desde hace un tiempo, desde que supo que yo era un escritor de éxito, al menos eso me consideraba ella, parece como si viviese deslumbrada y no cesa de perseguirme, no tengo demasiado claro con que intenciones, pero lo cierto es que mira constantemente con ojitos de cordero degollado y no hay forma de que me deje tranquilo. Sus padres, Toñín y Adelaida, son dos de mis mejores amigos, de ninguna manera se me ocurriría intentar aprovecharme de ese deslumbramiento que produzco en su hija. Cuando sea algo mayor y tenga su vida orientada, seguro que nos reímos los dos juntos, de ese tonto capricho de cría que ahora está sufriendo. Isabel es muy alta, debe tener algo de complejo pues siempre va plana. Tiene unos ojos grandes, verdes y profundos que, sin duda, son los culpables del sufrimiento de mas de un jovenzuelo. También una melena dorada y lacia que le da un aire melancólico y misterioso. Está estudiando económicas con unas notas excelentes, según sus padres. Siempre que hablan de la chiqueta, casi babean de emoción. Junto a ella dando brincos, está Federico, debe tener veintitrés años, más o menos, y trabaja en un Banco. Le veo esforzarse por bailar y hacer como que se divierte, pero no tiene aspecto de encontrarse en su ambiente, allí mezclado, entre ese conjunto de gente que derrocha alegría y ganas de diversión. Federico tiene aspecto de hombre tranquilo, amante de la paz y el orden —dicho lo del orden en el mejor de los sentidos— y está claro que bebe los vientos por Isabel, no para de mirarla de reojo y, de tarde en tarde, me dirige miradas hostiles llenas de reproche.
En el centro, dirigiendo el grupo, Doña Felipa. Esta merece capitulo aparte, es una jubilada que debe andar por los setenta bien largos, pero que derrocha energía y vitalidad para dar y regalar. No hay fiesta ni jolgorio donde no se encuentre Doña Felipa: pequeña, con el pelo blanco por completo y recogido en un moño en la nuca, delgada como un junco, alegre, bien dispuesta, siempre de buen humor y con una resplandeciente sonrisa en sus labios. Solo en una ocasión vi sus ojos humedecidos con una expresión de tristeza y desamparo, fue con motivo de una de las muchas cenas que, con cualquier motivo celebramos. Alguien recordó a D. Celestino, su difunto esposo, fue su recuerdo lo único que he visto capaz de borrar de sus labios esa sonrisa perenne que siempre los adorna.
—Pobret meu. Con le que a él le gustaban las fallas.
Enjugó una lagrima rebelde y tras un momento de vacilación, recobro su buen ánimo en un instante.
Ahora está mezclada entre los mas jóvenes que la quieren con adoración, como si fuese la abuela de todos, bailando y cantando como una chiquilla.
—¡Vamos!, ¡vamos! ¡Alegría! ¡Esos que están en la mesa! ¡Venir aquí!, ¿no os da vergüenza? Tan jóvenes y ya no podéis con vuestros huesos. ¡Jajaja! —Doña Felipa ríe a carcajadas, con una risa alegre, chillona y contagiosa.
Aunque bailando y procurando no quedarme dormido de píe, no se me había pasado esa manía de observar a la gente, al contrario, estaba descubriendo una habilidad desconocida que era capaz de ejecutar con tanta maestría y disimulo como para, sin darme cuenta, con verdadera vocación, estar haciendo algo así como un recuento de virtudes, aficiones y debilidades de cada uno de los que formaban aquel grupo dichoso y heterogéneo.
«De profesión mirón». Me chinchaba yo solo con cierta vergüenza, al comprobar como no podía dejar de analizar la personalidad de todos los que me rodeaban. «Como se den cuenta, voy a quedar por los suelos» —pensaba— y me agobiaba incapaz de resistirme a mi pasión observadora.
Chocolate con buñuelos de calabaza de madrugada y a dormir un rato, que mas no se puede, que es fiesta.
La despertá se encarga, con su música de pasacalle y el atronar de los petardos, de hacer lo que su nombre indica y que continúe la fiesta, que es el último día.
Me asomo a la terraza, desde allí puedo ver la falla y las chiquetas con sus vestidos de falleras, que desfilan al son de la música.
Parece mentira que todavía sean capaces de mantenerse en píe, y eso que ayer participaron en a la ofrenda a la Virgen de los Desamparados —entre todas las fallas, componen con flores un manto gigantesco para la Virgen, la Geperudeta, como le llaman los valencianos, sean o no sean falleros—. Algo extraño y maravilloso, han cesado la música y los petardos «¿estaré soñando? —pienso— No puede ser cierto». Un silencio casi irreal envuelve el barrio y yo sin pensarlo dos veces me zambullo de nuevo en la cama, pero cuando estaba en lo mejor del sueño, los timbrazos impacientes y persistentes del teléfono volvieron a despertarme. Intenté ignorarlo, intento fallido, el que llamaba no se rendía, como si supiese que yo estaba en casa y no estuviera dispuesto a claudicar hasta que descolgara aquel artilugio del demonio; falto de un mínimo de compasión y respeto hacia alguien que, en los últimos tres días, no había conseguido dormir mas de diez horas en total.
La llamada era de mi agente literario que, a grandes y descompuestas voces, me reclamaba la novela que hacía ya unos meses debía haberle entregado. Como ya he dicho, después de colgar el teléfono y ante la imposibilidad de retomar el sueño bajé al Casal, justo a tiempo de incorporarme al almuerzo que sobre una de las mesas habían preparado: Justo, Salvador, el tio Paco y su hija María, Carlos el de Alfafar y los presidentes de la falla, Vicente Furío y la señora Amparo.
Desde hace tantos años que, ni él mismo los recuerda, es el presidente de mi falla, en realidad el cargo es individual y le corresponde a Vicente, pero hay de quien se atreva a negar a la señora Amparo el equivalente femenino, pues —si la mujer del rey es la reina, ella es la presidenta de la falla y no se hable mas.
—Buenos días Angel. ¿Has dormido bien? —Es el presi que, con acento zumbón y cara de pillo, me pregunta ante el regocijo general.
—Dormir no puedo, pero al menos llego a tiempo de almorzar. —Me acerco una silla y más que tomar asiento, me derrumbo en ella.
—Haber María prepara un plato y un vaso para el escritor, que trae una cara de hambre, o de sueño, que no se distingue bien.
Nada, que la ha cogido conmigo y cuando el presidente la toma con alguien, lo mejor es no hacerle caso y esperar que amaine.
—Quita María que ya voy yo. —Me levanto y me proveo de plato, vaso y cubiertos.
Mientras hago acopio de lo necesario para degustar el almuerzo, observo por el rabillo del ojo, continuando con mi fea costumbre, a la hija del tio Paco y veo en su mirada algo que hasta entonces no existía, o yo no había sabido interpretar; pero lo cierto, es que la chica me mira de una forma especial, o mi pertinaz insomnio me hace ver lo que no es, o sus ojos me acarician con ternura en este mismo instante, con esa mirada que las mujeres reservan para los hombres que no les resultan indiferentes y forman parte de sus sueños e ilusiones. Debe andar por los veintimuchos o los treinta y pocos y es una de esas mujeres tan espectaculares, que nunca se te ocurre pensar que pueda ser para ti: guapa, divertida, estatura media tirando a bajita, con el pelo extremadamente corto que le sienta muy bien y una figura menuda, pero con todo tan bien proporcionado y tan en su sitio que, cuando he descubierto esa expresión en sus ojos, de un color que recuerda a la cerveza oscura, me ha dado un brinco el corazón y de golpe se me han pasado: el sueño, el cansancio y lo que llevaba en las manos no ha ido al suelo de puro milagro. Lo peor ha sido que ella se ha dado cuenta de lo que me ocurría y se ha quedado mirándome, con una sonrisa, que todavía me mantiene alelado. Le devuelvo una mirada que intenta decirle sin palabras —tu y yo tenemos que hablar de esto— y me acerco a la mesa antes de hacer alguna tontería.
Vicente Furío es un buen hombre, si no lo fuera no sería tantos años el alma de nuestra falla, pero un poquito de machismo si que tiene. Es bajito, algo rechoncho y siempre pensé que carecía por completo de cuello, suele estar de buen humor. Creo que anda cerca de cumplir setenta y ocho, que ya es una edad respetable, aunque él se mantiene en plena forma. El Bar-bodega La Chufa, situado a escasos cien metros de mi portal, es el negocio familiar. Lo atendía la señora Amparo hasta que él se jubiló. Ahora es guardia urbano jubilado, como a él le gusta que le digan, nada de policía local, municipal, ni ninguna de esas zarandajas que dicen ahora. Desde el día siguiente a colgar el silbato se puso al frente del bar, y allí seguía incansable: atendiendo a sus clientes, dándoles conversación y de cuatro a seis, la partida al subastao: juego en el que es toda una autoridad.
Justo y Salvador son hermanos, los dos están solteros, aunque pasan de los cuarenta. Trabajan las tierras que heredaron de sus padres y estos de los suyos en La Punta, un barrio de la ciudad de Valencia que, cosa increíble y admirable, sigue siendo eminentemente agrícola, lleno de huerta, surcado por acequias y estrechos caminos. Siempre que paso por alguno de ellos —muchas menos veces de las que me gustaría— tengo la grata sensación de que el tiempo ha dejado de discurrir para sus habitantes, gente sencilla y trabajadora, afable y bien dispuesta, y que por un extraño capricho del destino, mantienen un carácter y unos hábitos de comportamiento que las exigencias de la vida moderna ha ido desterrando de nuestras costumbres. Siempre sentí cierta ternura por esos dos hermanos, de pocas palabras y gran corazón.
Carlos el de Alfafar es otra historia, es un calavera entrado en años al que hace tiempo se le pasó el arroz, pero aún no se ha dado cuenta. Con su poca estatura y su pelo tintado, pretende ser un rompecorazones, cuando lo que hace es servir de diversión y jolgorio a las jovenzuelas de la falla, que se pasan buenos ratos a su costa. Aunque él nunca ha molestado a ninguna jovencita: sus dardos de amor, van dirigidos a las sesentonas, viudas o solteronas, que eso da igual.
Por último el tio Paco. Este si que es todo un personaje: anda por los setenta, siempre con su boina en la cabeza, que solo se quita los meses de más calor, bajito, algo cheperudo, gracioso —como buen sevillano—, con unos ojillos de pillín y una sonrisa picarona que le granjea con facilidad las simpatías de quienes lo conocen. Es el padre de María y, no se porqué; bueno, la verdad es que si lo sé, desde hoy le voy a mirar con mucha más simpatía.
El almuerzo es ligero, que ya se ha hecho algo tarde y luego viene la paella. La señora Amparo, ayudada por María, han dado comienzo con los preparativos.
Desde que nuestras miradas se cruzaron, varias veces más he vuelto a verme sorprendido por ella, mientras observaba la gracia con que se movía: preparando la verdura, limpiando el pollo y el conejo, preparando los avíos para la ensalada... Nuestras miradas son cada vez más audaces. Presiento que cuando acaben las fallas, María y yo seremos algo más que buenos amigos.
El día ha ido transcurriendo y, conforme se consumían las horas, nos iba invadiendo una sensación agridulce y es que, a la noche, quemaríamos la falla. En años anteriores, cuando contemplaba desde mi terraza todo el trasiego de los miembros de la que había plantada justo debajo y a la que ahora pertenezco, esperaba la noche de la Cremá casi con mas deseo que los propios falleros, pero entonces yo no estaba impregnado por el espíritu festero de las fallas, lo que deseaba es que cesara el bullicio y poder dormir a gusto. Ahora la sensación es muy diferente, no sabría explicarla, pero se mezcla la pena por lo que se acaba y la alegría por lo que viene. Por todo ese tropel de actividades, reuniones y buenos ratos que me esperan mientras preparamos la próxima.
Antes de la Cremá de nuestra falla, Vicente Furió nos ha preparado una sorpresa.
—La mascletá de este año, pasara a los anales de la falla. —Nos dijo henchido de orgullo, mientras le bailaba en los ojillos algo así como una llama juguetona.
Y ya lo creo que pasó, el suelo retumbaba de tal forma con las explosiones, que sobrecogía el ánimo, nunca hasta ese momento había comprendido que era lo que ellos encontraban en esa sucesión de ruido ensordecedor. No se si tuvo algo que ver con mi conversión, lo que ocurrió mientras tronaba la mascletá, fue que sentí el ligero roce de un hombro contra mi brazo, algo de lo mas normal, pero que en esta ocasión me hizo girar la cabeza y encontrar frente a los míos, los ojos de María. No puedo explicar como ocurrió, pero casi sin darnos cuenta nuestras manos estaban entrelazadas y las apretábamos al ritmo de las explosiones; con ellas nos decíamos todo lo que pueden decirse un hombre y una mujer cuando deciden compartir su vida. En mi pecho retumbaban los petardos y con cada explosión, se incrementaba la sensación de felicidad que transmitía hacía la mía, la mano de María.
Ya no nos separamos en toda la tarde, al principio hablamos poco, decían mas cosas los ojos que las palabras, pero conforme pasaban los minutos nuestras lenguas se soltaban, sobre todo la de ella, y un torrente de sentimientos tomaba forma transformándose en sonidos, en palabras dichas en tono quedo y cadencioso que, poco a poco, afirmaban nuestros sentimientos.
Y le prendieron fuego a la falla. La primera vez que veía quemar una falla de verdad, otras veces solo las miraba mientras ardían, pero ahora no. Esta noche, algo mío ardía con ella.
A mi lado, preciosa en su traje de fallera, María. Las llamas subían hacia hacía el cielo lamiendo, acariciando con sus lenguas ardientes las figuras de nuestra falla. Cuando cayó, un suspiro surgió vibrante de las gargantas falleras y sentí en mi pecho una emoción nueva y desconocida, entonces la miré a ella y pude ver una lagrima que se deslizaba lenta y cadenciosa mejilla abajo. Luego me dijo.
—Mis hijos serán falleros.
—Y los míos. —Le contesté con la voz entrecortada y temblorosa por la emoción que sentía en ese momento—. ¿Nuestros...?
Cuando todo terminó y nos separamos, quedamos para vernos al día siguiente sin falta, que el amor es presuroso e impaciente.
Mientras pulsaba en el ascensor el botón de mi piso, se hizo la luz en mi cerebro de escritor y volvió la inspiración. Ya tenía el tema de mi novela y personajes, sensaciones, sentimientos y... ¿Como había sido tan ciego?, si durante todo este tiempo los había tenido delante. La emoción fue tan intensa que hizo desaparecer el sueño acumulado, como un poseso, me senté frente a la pantalla de mi ordenador y comencé a teclear.
«Hoy es veinte de Marzo, falta todavía un año...»

FIN

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