jueves, 29 de septiembre de 2011

El verano del cincuenta y ocho



Aquel año, cuando con la llegada del verano terminaron las clases, no daba muestras de ser demasiado diferente a los anteriores. Por el momento, mi rutina apenas se diferenciaba en que me levantaba más tarde y no tenía que ir a clase, alguna aventura con la pandilla y poco más. Pero todo eso, como siempre ocurría, cambiaba cuando mi padre comenzaba sus vacaciones de verano, en realidad, eran las vacaciones de toda la familia. En las vísperas de ese venturoso día, la actividad de nuestra casa se veía alterada por la preparación del equipaje, a todos nos invadía un frenesí anunciador de los días de dicha que se avecinaban con nuestro viaje a la playa. Lo que en aquellos momentos no podía imaginar, era como ese verano quedaría marcado en mi memoria.
¡Por fin! Llegó el ansiado día. El mismo en que comenzaban las vacaciones de mi progenitor, salíamos de viaje con dirección a la costa mediterránea. El solo hecho de llegar hasta el anden de la estación de ferrocarril, cargados con todo el equipaje y con «Peluso», constituía de por sí, una aventura de lo más excitante.
Mira papá ya viene. ¡Es ese!, ¡es ese! ¡Ya viene!, ¡ya viene!
¡Venga! ¡Atentos!, ¡todos preparados! Coged cada uno sus cosas, que no se olvide nada.
Un largo silbido nos avisa de la entrada en la estación del tren expreso en el que nos disponíamos a subir y que nos llevaría, después de ocho horas de viaje, hasta nuestra casa en la playa de Pinedo. Por fin aparece aquel ingenio mecánico, la locomotora, resoplando entre una nube de vapor. A mi me parecía una especie de monstruo mitológico que, entre bufidos y silbidos, arrastraba una larguísima cola donde nos permitía subir a los humanos.
De esa forma empezábamos todos los años las vacaciones: papá, mamá, la abuela Eloísa, mi hermanita Ana y «Peluso»: un caniche enano, de color gris, juguetón y revoltoso. A «Peluso» lo llevábamos dentro de una cesta de viaje, era la única forma en que podía venir con nosotros, nunca tuve demasiado claro, si estaba permitido por la compañía de ferrocarriles que los perros viajaran con las personas, pero lo cierto es que el nuestro lo hacía; aunque recuerdo que, cuando aparecía el revisor, mis padres siempre ingeniaban algo: aparentemente inocente; que apartaba a «Peluso» de su presencia. Hasta una vez, la abuela Eloísa se encerró con él en el cuarto de aseo, hasta que pasó el interventor.
Aquellos viajes en tren eran para mí, un chico de doce años, una de las mayores aventuras que era posible vivir sin hacer nada prohibido, como podía ser: ir a comer fruta en los campos —siempre atentos a escapar de los guardas y sus tiros de sal—, subir a escondidas a cualquier terraza de las que rodeaban al cine de verano para ver sin pagar las películas “no toleradas”; con el riesgo añadido de regresar colgado por la oreja de la mano de algún guardia municipal hasta el domicilio paterno, donde aguardaba una buena regañina, o jugar a “médicos” con las amigas de la pandilla —eso si que era excitante y arriesgado— y algunos más que prefiero callar, por no escandalizar a nadie.
Obvio decir que viajábamos en tercera clase, la más económica, eran compartimentos de ocho viajeros que siempre iban llenos a rebosar, en ellos escuché historias —reales, o fantasías que lo parecían—, a veces era casi imposible distinguir lo uno de lo otro. Cierro los ojos y recuerdo: los asientos de hule, las ventanillas de “guillotina”, la carbonilla que solía entrar en los ojos si te atrevías a ir asomado por una de ellas, el revisor que pasaba perforando los billetes y, sobre todo, la hora de la comida: cuando los ocupantes del compartimento sacaban sus provisiones y las compartían entre todos. Luego los mayores jugaban a las cartas, siempre había alguna baraja a mano, mi hermana Anita y yo nos perdíamos curioseando por los distintos vagones hasta que, indefectiblemente, acabábamos en uno de primera clase de donde también, inevitablemente, nos arrojaba el revisor con cajas destempladas y amenazas de cobrar el suplemento a mis padres. Anita tiene dos años menos que yo.
Aquel año compartimos departamento con un matrimonio de Gallocanta, un pueblecito de la provincia de Zaragoza que iban a ver el mar por primera vez. El nombre del pueblo me hizo gracia, en mi inocencia infantil, llegue a pensar que debían tener un gallo que cantaba para indicar la hora en punto, o algo así. El marido era casi calvo, muy bajito y algo rechoncho; casi no hablaba, solo asentía con resignados movimientos de cabeza las indiscutibles afirmaciones de su mujer: gorda como un hipopótamo, le sacaba casi la cabeza y tenía unos pellillos negros encima del labio superior que le daban un aspecto bastante sobrecogedor. Los dos andarían por los cincuenta años y creo, que el marido le tenía algo de miedo a su mujer. Aún recuerdo algo que dijo el pobre hombre que causó grandes risas entre todos los que viajaban en ese compartimento y furiosas miradas de su mujer que, al instante, se lanzó a defenderlo.
Nosotros no hemos visto nunca el mar y para eso vamos hasta un pueblecito que se llama Cullera. —Dijo el hombre con una media sonrisa, mientras secaba un chorretón de sudor que le resbalaba de su calva.
Les gustará Cullera y verán que grande es el mar. Nunca habrán visto tanta agua junta. —Respondió mi madre de forma inocente, sin saber la tormenta que su contestación iba a desencadenar.
Pues será muy grande, pero dicen eso por que no han visto la laguna de nuestro pueblo. ¡Habría que verlos juntos!.
Contestó ufano Andrés Cejudo, ese era el nombre del marido. Tampoco entendía yo: como podía llamarse Cejudo, si casi no tenía cejas.
Lo dijo tan convencido que cuando le escucharon: mis padres, la abuela, el militar y el representante; que eran junto con Anita y conmigo los que viajábamos en compartimento «12C», se quedaron en silencio, sin saber demasiado bien que hacer, si tomarlo en serio o reírse de tamaña tontería. Pero yo era un niño de doce años como ya he dicho y me puse a reír como un loco, Anita, que me imitaba en todo, también se puso a reír señalando al pobre Cejudo. Luego fue el soldado, que hacía «la mili» en Valladolid y viajaba de permiso hasta Gandía, el que se desternillaba de una forma tan contagiosa, que mis padres y el representante también comenzaron a tronchase. Entonces fue cuando Felisa se puso en píe, muy ofendida por las burlas hacia su esposo y comenzó a rugir de una forma tan agresiva que todos nos quedamos sobrecogidos y en silencio.
¡Vamonos de este compartimento Andrés! Que estos ignorantes no han visto nuestra laguna y no saben lo grande que es. ¡El mar!, ¡el mar!, ¡tampoco será para tanto!
Dando un tirón de sus maletas que, en aquellos trenes, iban en una especie de estantería sobre las cabezas de los pasajeros. Salieron muy dignos a buscar otro sitio para terminar su viaje. Ya no volvimos a verlos.
La ausencia del matrimonio sirvió para que Anita y yo, pudiéramos terminar el desplazamiento con cierta comodidad, ya que, por ser menores, pagábamos medio billete cada uno y solo teníamos derecho a compartir un sitio entre los dos.
Durante el resto del trayecto, tanto el soldado como el representante de artículos de ferretería no pararon de hacer chistes en los que siempre había algo que, por supuesto, no era tan grande como la laguna de Gallocanta.
A mi, el representante no me cayó bien. Era un tipo de aspecto engreído y con unos aires de autosuficiencia, como si supiese más que nadie. En todas las controversias la última palabra tenía que ser suya. Creo que a mis padres tampoco les gustó. La abuela estuvo casi todo el viaje dormida, menos cuando se fue a esconder a «Peluso» en el retrete de la vista del revisor.
Desde la Estación de Ferrocarril hasta nuestra casa de Pinedo, un pueblecito costero muy próximo a Valencia, íbamos en un tranvía, si los chicos de ahora hubieseis podido ver, el numerito que organizábamos para subir en aquellos armatostes con todo muestro equipaje y «Peluso» de estraperlo, más de uno hubiese cogido dolor de tripa de tanto reírse. La llegada a la casa de la playa no desmerecía en nada a todo lo que, Anita y yo, nos habíamos divertido en el trayecto: mis padres hablando a voces sobre: como estaba la casa, la cantidad de polvo que se había acumulado, donde colocar las cosas —eso nunca lo entendí, siempre íbamos a la misma casa y todos los años discutían sobre como organizar las cosas— y por si eso no era suficiente; «Peluso» ladrando como si quisiera desquitarse de todo el silencio que había guardado durante el viaje.
Por aquel entonces, Ana y yo eramos inseparables, no es que luego nos lleváramos mal, pero en aquellos años, ella me veía como su «HERMANO MAYOR» así, con mayúsculas, me obedecía en todo y creo que tenía un concepto demasiado elevado de mi inteligencia, valentía y todo lo que sonase a bueno.
Nuestra casa estaba justo enfrente de la playa y la única distracción a la que teníamos acceso: era jugar en la arena, bañarnos en la orilla bajo la estricta vigilancia de nuestra madre y rebuscar entre las rocas para cazar cangrejos, con los que mamá preparaba unos arroces espectaculares. También estaba «Peluso», en aquellos años podías llevar tu perro a la playa y no pasaba nada, bueno si que pasaba y es que nos divertíamos tirando piedras que él buscaba entre ladridos de satisfacción.
Al segundo día de estar en Pinedo, mi madre que hablaba con todo el mundo, se hizo amiga de otra madre, casualmente, ocupaban una casa no demasiado lejos de la nuestra. Se cayeron tan bien que, esa misma noche vinieron a cenar a nuestra casa: el matrimonio y sus dos hijos: Antoñín de la misma edad que Anita, y Mercedes un año más joven que yo. Cuando la vi me quedé con la boca abierta, y así hubiese estado toda la noche si no fuera porque tenía que cerrarla para masticar. Al día siguiente en la playa, las dos madres: la mía y la de Mercedes, como no podía ser de otra forma se pusieron juntas a tomar el sol y, el trío que formábamos hasta entonces: Anita y yo, con «Pelusín» —que era como le llamábamos cuando estábamos de buen humor— se transformó en un quinteto, al agregarse: Antoñín y Mercedes. Aquel fue un verano inolvidable, me despertaba deseando bajar hasta la arena solo por disfrutar de la compañía de Mercedes. Nuestros juegos y distracciones siguieron siendo los mismos, pero ahora todo era más divertido.
Cuando cierro los ojos todavía puedo verla: con su bañador azul, sus coletas y el flotador con el que se bañaba. Creo que, sin llegar a comprender lo que me ocurría, aquel verano me enamoré.
Casi todas las noches nuestras familias cenaban juntas, bien en su casa o en la nuestra. Mercedes y yo, en cuanto nos permitían levantarnos de la mesa, nos apartábamos hasta la orilla de la playa, ya dije que nuestras casas estaban al borde de la arena y con el pretexto de pasear a «Peluso» nos podíamos retirar un trecho para hablar de los temas más banales, éramos felices así, estando el uno junto al otro.
Como no existe la dicha eterna, nuestro veraneo llegó a su fin y tuvimos que regresar a Madríd. Para Anita y para mi, el viaje de regreso era como el epílogo de una historia: la de ese veraneo. Volvían a repetirse escenas ya vividas: en el tranvía, en la estación, en el tren...
Seguimos viajando a Pinedo durante muchos años, siempre mantenía la secreta esperanza de encontrar otra vez a Mercedes, pero no volvimos a coincidir las dos familias. Desde aquel año, mis veraneos siempre tuvieron un poso de tristeza, echaba en falta: su compañía, su risa, sus coletas, su bañador azul, el flotador...
Tengo mujer y dos hijos, pero todavía, cuando en la playa de Pinedo veo venir de frente, caminando hacia mí, alguna mujer que puede tener más o menos de mi edad, no puedo evitar buscar en sus rasgos, los que recuerdo de aquella niña. También me pregunto si a ella le ocurrirá lo mismo y aunque cueste creerlo, aún conservo la secreta esperanza de volver a encontrarla y recordar con ella aquel fabuloso verano. Aunque en el fondo, lo que deseo es que todo siga igual, no sea que algún día la encuentre y descubra que ella no me recuerda. Sí, mejor dejarlo todo como está.

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