jueves, 22 de septiembre de 2011

UN BANCO FRENTE AL MAR



–¡Buenas tardes! Don Julián. ¿Que, tomando el sol? Hace muy bien, ¡que está la tarde muy buena para no aprovecharla!
–¡Vaya con Dios! –El anciano contesta mecánicamente, durante unos instantes, se queda mirando a la mujer que se aleja; a la que ha devuelto el saludo sin saber quien es, ni si en realidad se conocen.
Le gusta sentarse en ese lugar para contemplar el mar. Desde que era niño siempre se sintió atraído por el movimiento de las olas, unas veces sosegado, otras violento y destructor. Las horas se le pasan sin apenas darse cuenta, viendo como se estrella una ola contra las rocas o como muere en la playa suavemente, luego otra y otra mas... Encuentra algo mágico y misterioso en ese movimiento continuo e interminable, que cubre las rocas de la escollera para después dejarlas emerger de nuevo entre borbotones de espuma.
–Hasta luego D. Julián. –Ahora es un hombre el que pasa llevando un perrillo faldero y también le saluda afablemente.
–¡Vaya con Dios! –Repite mecánicamente. Tampoco a este le conoce.
Muchas de las personas que a esa hora temprana de la tarde pasean junto a la playa le saludan, como si lo conocieran y le apreciaran, pero él no sabe quienes son ni el motivo por el que saben su nombre.
El agradable calor que le transmiten los rayos del sol ejerce un efecto sedante, se relaja y, poco a poco, comienza a invadirle una modorra implacable. Opone una débil resistencia a esa somnolencia insoportable que le adormece, hasta que el peso de los párpados hace inútil su rebeldía, entonces se sumerge en un sopor espeso y ligero a la vez, en un duermevela que, si bien le hace soñar, no le abstrae absolutamente de lo que ocurre a su alrededor. De forma débil y lejana sigue percibiendo los ruidos de su entorno que, en ocasiones, se mezclan con sus propios sueños en una amalgama extraña y fabulosa, haciéndole flotar en un limbo de los sentidos: ni dormido ni despierto y las dos cosas a la vez.
Cuando se sumerge en ese estado de adormecimiento es cuando acuden los recuerdos de personas que protagonizaron episodios de su vida, vivencias pasadas que, por una u otra razón le dejaron una profunda huella: llegan amables, en desorden, sin control, irrumpen empujándose unos a otros, librando una lucha sorda, tratando de desplazar al otro para que sea su imagen la que prevalezca.
Una característica peculiar de esos personajes visitantes de sus sueños, es que no han envejecido, conservan la apariencia que tenían en otros tiempos; cuando ocurrieron los sucesos que vienen a revivir junto a él. El mismo fenómeno, curioso e inexplicable, le ocurre también a él cuando se encuentra dentro de uno de sus sueños y se ve a sí mismo, como era en aquellos tiempos pasados, cuando ocurrió la historia.
Hoy, como suele ocurrir cuando se adormece, la primera que ha venido a su lado para hacerle compañía ha sido Laura, una chiquilla que fue su primer amor. Apenas tenían catorce años cuando vivieron su historia, allí, en aquel mismo lugar, sobre el primitivo banco de madera. Es una niña morena de grandes ojos color de miel que, cuando se fijaban en los suyos le trastornaban y perdía la serenidad. En aquel banco rozó su mano por primera vez, allí mismo se confesaron su amor y tuvieron sus primeras confidencias. Como si de una película se tratase contempla la escena que ocurrió hace ya demasiados años, ¡tantos...!
El banco fue mudo testigo de aquel amor infantil: casto, puro y sincero que, como casi todo lo que cumple con esos requisitos, tiene una vida efímera. Ella le está mirando, cuando se disipa y desaparece, igual que ocurre siempre. Ha debido regresar al misterioso lugar desde el que viene todos los días a visitarle.
Un griterío de voces jóvenes interrumpen su adormecimiento y le traen de nuevo al mundo real. Abre los ojos y se acomoda en el banco. Un grupo de mozalbetes juega con un balón en la arena, no muy lejos de donde él se encuentra. A Julián le agrada ver a la gente joven, le gusta contemplar como derrochan sin medida la fuerza de la que él carece «los años se la llevaron» —piensa resignado—, mientras sonríe observándolos.
–Buenas tardes D. Julián. –Esta vez son dos mujeres jóvenes, pasean con sus hijos y le saludan al pasar.
–A la paz de Dios. –Les devuelve el saludo. Tampoco sabe quienes son.
Las dos mujeres caminan tranquilas mientras sus hijos pequeñines corretean jugando alrededor, cogiéndose a sus faldas, dando tropezones, persiguiéndose el uno al otro sin tregua ni descanso, haciendo gala de esa energía inagotable e impaciente que posee la infancia. Uno de los niños, dando traspiés, consigue alcanzar las rodillas del anciano, aferrado a ellas, le mira henchido de orgullo mientras lanza una estridente carcajada, el otro, escondido tras su madre, mira a su compañero de juegos entre admirado y molesto.
Otra vez ha vuelto a sumergirse en ese suave y agradable sopor que le invade cada vez con mas frecuencia, de nuevo todos los personajes que le acompañan en sus sueños regresan, son sus fieles compañeros, lo único que lamenta es que en la misma medida que su memoria le abandona, el número de esos personajes también disminuye, le van quedando pocos.
Vuelve a soñar de nuevo: ahora es un hombre que ronda los veinticuatro, pero está sentado en el mismo banco, contemplando la playa tal como era entonces. Sentada a su lado una mujer algo mas joven que él: es Lola, el amor de su vida, su compañera, la madre de sus hijos, la que le presta su apoyó fiel y consistente en los momentos difíciles. Nadie ha tenido tanto significado ni llenado tantas páginas de su existencia como esa mujer que, en estos momentos, le mira sentada a su lado, los dos muy juntos, como siempre estuvieron. Él la rodea con su brazo izquierdo, como hacía cuando se sentaban en aquel lugar, entonces, mirando los dos hacia el mar, se comportan y dicen las mismas cosas que en sus días felices de noviazgo: llenos de amor, de ternura y de anhelante pasión insatisfecha. Así eran aquellos tiempos. Ahí se pierde el hilo de su memoria, con los años se volvió frágil y quebradiza. Como si un duende perverso, maligno y juguetón fuese borrando hacia atrás, renglón a renglón, todos sus recuerdos. Empezando por los recientes y retrocediendo implacable, permitiéndole tan solo conservar los mas antiguos. El anciano se aferra a ellos con desespero, queriendo grabarlos, convertirlos en indelebles, para que el malvado diablillo no pueda seguir llevándoselos.
Vuelve a despertar, de nuevo se abren sus párpados y su mirada recorre el espacio que hay a su alrededor, no sabe donde está, no lo recuerda. Entonces se levanta y camina unos pasos intentando encontrar algo conocido, una pista que le permita orientarse. Su expresión triste semeja la de un naufrago pidiendo ayuda, solicitando consuelo, recuerda a la de un niño que se ha perdido mezclado entre una multitud que camina junto a él, indiferente e insensible a su desesperación. Sus ojos, de mirada acuosa, examinan asustados todo lo que le rodea: la gente que pasa por su lado sin prestarle atención, las casas próximas, los árboles, todo le resulta desconocido excepto el mar y su banco, que son para el anciano como un salvavidas al que sujetarse en su naufragio, los únicos que le hacen sentir cierta seguridad y le ofrecen cobijo y consuelo en su desesperación. Asustado retrocede y vuelve a sentarse en el banco y allí permanece sin saber que hacer, esperando no sabe el qué.
Un chiquillo de apenas once años llega corriendo, con decisión se sube al banco de rodillas y le besa en la mejilla. Él se deja besar, como había de negarse al beso inocente de un niño. El chico se sienta muy cerca, pegado a él, apoya la cabeza en su brazo, permanecen unos minutos los dos en silencio, luego, el anciano lo mira sin reconocerlo.
–¡Hola! –Le saluda intentando sonreír. Espera que el niño diga algo que le dé una pista sobre la identidad del mocoso. No sabe quien es, pero siente hacia el chico esa simpatía natural que se da entre los ancianos y los niños.
–¡Hola abuelito! Soy Alberto, tu nieto. –El chico sabe lo que le ocurre a su abuelo. Su mamá le explicó que ya es mayor y está «malito», por eso se le olvidan las cosas y no conoce a la gente. Pero él recuerda los buenos ratos que pasó con su «yayo» cuando estaba sano, también las historias que le contaba y como le escuchaba embelesado con los ojos muy abiertos de admiración.
–¡Ah! Sí. Claro. Has crecido mucho y casi no te había reconocido. –Le pasa una mano por la cabeza y le alborota el pelo. Como tantas veces, intenta disimular su turbación. En realidad sigue sin reconocer a ese chico que dice ser su nieto.
–Dice mamá que nos vayamos para casa antes que refresque. ¡Vamos!, abuelito. –Se pone en píe y tira con suavidad de la manga del anciano.
–Bueno, pues como vd. quiera jovenzuelo. –Se levanta apoyándose ligeramente en el hombro de su nieto, le sonríe y los dos juntos, cogidos de la mano, emprenden el camino de regreso por calles que no recuerda, corresponde a saludos de gente que no reconoce y entran en una casa. Sigue sin saber donde está. Las paredes están llenas de carteles –baño, cocina, dormitorio, etc...– Gracias a esas indicaciones puede moverse en ese lugar, donde unos extraños acuden cariñosos a besarle.
–Hola papá. Le dije a Albertito que fuera a buscarte, ya se hace tarde y es hora de estar en casa, que si no luego te constipas. –La mujer, al ver la expresión del anciano, comprende que hoy su suegro no la reconoce. Va en días, unos está mas despejado que otros. El médico le explicó los síntomas y los efectos sobre la memoria de la enfermedad que desde hace unos años padece el padre de su marido. «Alzheimer».
–¡Ah! Si, has hecho bien. ¿Y mamá? –Intenta disimular su confusión, simulando que tiene todo controlado. Cuando en realidad es todo lo contrario. Lola, su mujer, falleció hace casi dos años.
–Volverá enseguida papá. Anda ven. Vamos a ponerte las zapatillas. –Su nuera lo mira con cariño, comprensiva, los dos se dirigen despacio, al ritmo que marcan sus cansadas piernas, hacia el dormitorio del anciano.
Es la hora de la cena, toda la familia está reunida entorno a la mesa y él los mira, uno a uno, solo reconoce a su hijo Carlos, los demás no sabe quienes son, o tal vez los haya olvidado. «Es normal a su edad –piensa, tratando inútilmente de consolarse–. Su memoria está llena y no admite mas información», es la frase que utiliza para justificar ante él mismo su despiste.
Consume algo de comida y se dirige a su dormitorio. Triste, perdido entre desconocidos, lo peor de todo, es que en ocasiones es capaz de darse cuenta, de reconocer que tal vez no sean desconocidos, es que él los ha olvidado. Demasiado terrible como para aceptarlo sin mas...

FIN

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