jueves, 8 de septiembre de 2011

Un solitario de platino con un brillante





–Amparo, mañana sin falta le pido aumento de sueldo a D. Saturnino. –Viene dándole vueltas desde hace algunos meses sin terminar de decidirse.
–Está bien Vicente. La verdad es que nos vendría bien algo mas de dinero. Pero ahora deja de darle vueltas a la cabeza que ya es hora de dormir. ¡Hasta mañana! –Un ligero beso y Amparo apaga la luz.
Se despierta pronto, se ducha y como todos los días excepto los fines de semana y las vacaciones, se dirige a su trabajo. Es jefe de planta en los “Almacenes Bertomeu&Cia”. Hoy precisamente se cumplen treinta años de su ingreso y tiene la intención de aprovechar la coincidencia para solicitar un aumento de sueldo. Su paga está acorde a su responsabilidad y al final de cada temporada, el propietario suele entregarle un sobre con un pequeño incentivo. Vicente tiene cuarenta y ocho años y está considerado el mejor vendedor de la empresa. Mientras camina, va recordando las penurias que él y Amparo pasaron para comprar el piso, sufragar los estudios de Amparito y Vicentín sus hijos, etc..., y ahora que ¡por fin!, liquidaban todas sus deudas, hay que cambiar el coche.
Su vida está llena de días iguales: se dirige a los Almacenes haciendo el mismo recorrido, toma café en el mismo bar, donde le atiende el mismo camarero, compra un décimo de lotería a la semana, siempre el mismo número: el “67.890”. El vendedor se lo guarda desde hace ya no sabe cuanto tiempo, sin que nunca haya llegado a cobrar más que algún premio menor.
Sumido en sus pensamientos llega a su destino. Apenas hace quince minutos que trabaja supervisando las estanterías y las filas de lavadoras, frigoríficos, etc..., cuando llega D. Saturnino, el propietario de Almacenes Bertomeu&Cia.
–¡Buenos días Vicente! Luego pasas por mi despacho. –Su jefe frisa los sesenta, de baja estatura y aspecto bonachón. Tiene en gran aprecio a Vicente.

–Hola D. Saturnino. ¡Buenos días! En cuanto lleguen Felisa y Mercedes. –En su interior intuye que serán buenas noticias. Lo mas probable es que tenga algo bueno para él, por sus treinta años de leal servicio al negocio. Incluso puede ser el momento ideal para hablarle del aumento de sueldo.
En cuanto llegan las dos dependientas de su sección, les distribuye el poco trabajo que aún resta por hacer y sin esperar mas tiempo, se acerca hasta el despacho de dirección. Da unos ligeros golpecitos en la puerta, a continuación la entreabre, casi lo justo para asomar la cabeza.
–Da su permiso D. Saturnino. –Está optimista y las palabras salen fluidas de su boca. Esa es una de sus mas preciadas virtudes de vendedor, su verbo fácil, la seguridad que infunde a sus aseveraciones.
–¡Ah! ¡Eres tu! Pasa, pasa Vicente. Siéntate. –Su jefe le invita amable a tomar asiento en uno de los sillones en los que recibe a los suministradores mas importantes.
–Como ordene. –Obedece impresionado. Debe ser una gran noticia. Nunca hasta ahora le había tratado con tanta deferencia. Está exultante de alegría.
–¿Cuanto tiempo llevas trabajando en esta casa? –Utiliza un tono amable, impregnado de cariño, ¿como no iba a dirigirse con cariño a su trabajador predilecto?, al que aprecia casi como a un hijo.
–Bueno, precisamente hoy hace treinta años que estoy a su servicio. –La contestación trasluce alegría y optimismo.
–¡Tantos! ¡Hay que ver como pasa el tiempo! Siempre estuve muy satisfecho con tu trabajo. Durante todo este tiempo has sido un empleado ejemplar y yo he procurado corresponder a tu eficacia. Dime ¿te sientes valorado y apreciado en esta casa?
–¡Oh si! Ya lo creo, me considero muy afortunado de trabajar para los Almacenes Bertomeu&Cia. Precisamente hoy tenía intención de hablar con vd.
–¡Ah, si! Bien, pues aprovecha y dime lo que te preocupa.
–Verá D. Saturnino. Como le he dicho hace un momento, hoy se cumplen treinta años que ingresé en esta casa. Bueno, el asunto es que había pensado en la posibilidad de un pequeño aumento de sueldo, si le parece bien unos doscientos euros. Eso era lo que quería decirle. –Cuando acaba, el gesto de su jefe se ha vuelto serio y contempla a Vicente entre suspenso y contrariado. Después de unos momentos de tenso silencio, el propietario se recobra y mirando directamente a los ojos de su empleado le contesta.
–Eso que me pides es imposible. Tu mismo debías haberte dado cuenta de la bajada de las ventas de esta temporada. Precisamente, lo que tenía que decirte es que este año no podré darte el sobre acostumbrado. Lo siento Vicente. También debes saber que, si no somos capaces de levantar las ventas, no tendré mas alternativa que reducir personal. Espero de vosotros un esfuerzo importante para no tener que adoptar una solución tan drástica y dolorosa para todos. Eso es todo. –Sin darle ni siquiera la oportunidad de contestar, D. Saturnino se levanta dando por zanjada la conversación.
Vicente sale del despacho de su jefe atónito y desorientado, anda por el establecimiento abstraído, ausente. Acaba de recibir un autentico e inesperado mazazo, justamente el día que menos podía imaginar, cuando cumplía treinta años de eficiente trabajo y se las prometía muy felices de conseguir un aumento de sueldo. Lo que recibía era todo lo contrario: ni tendría aumento, ni cobraría ese dinero extra que, habituado a recibir, ya tenía gastado de antemano. Eso no era todo, D. Saturnino había deslizado una velada amenaza de despido en caso de que las ventas no mejorasen.
Todo el día estuvo huraño, sin dirigir palabra a los demás dependientes. También su mujer lo encontró retraído y triste, pero guardó prudente silencio, era mejor esperar a que estuviese mas comunicativo; entonces le diría que problemas le preocupaban, como siempre hacía, no podía ser nada importante. Esa noche se sintió mal, con dolor de cabeza, le costó trabajo dormir y no dejaba de darle vueltas a la conversación con su jefe: no podía asimilar la injusticia de la que era víctima. Él, que era un empleado ejemplar, el que mas beneficios había aportado a los almacenes, ahora se veía en esa situación, –“pero si solo eran doscientos euros de nada, ¿que podía ser eso para su jefe?”–. Sin embargo, para él eran la diferencia entre vivir agobiado por la compra del nuevo coche que necesitaba imperiosamente o el tranquilo desahogo, –“¡solo doscientos euros, nada del otro mundo!”– Ahora veía a D. Saturnino como era realmente: un avaro insaciable, egoísta y desagradecido. Con esos pensamientos andándole por su cabeza consiguió al final quedarse dormido.
Cuando despertó al día siguiente estaba entumecido y cansado por lo que había sido una noche de sueños desagradables y turbadores en la que casi no había pegado ojo. Una ducha y a la rutina de todos los días. Cuando se acercaba al bar donde tomaba el primer café del día, vio un pequeño tumulto. En la puerta, varias personas se abrazaban dándose palmadas en la espalda con grandes muestras de alegría. Pero no podía imaginar la sorpresa que le aguardaba, una vez estuvo cerca y el vendedor de lotería le vio, salió corriendo hacia él dando saltos totalmente fuera de sí.
–¡El primer premio!, señor Vicente. ¡Ha sido el primero! ¡Su número!, ¡ha sido su número...! –Repetía de forma convulsiva una y otra vez, excitado, con los ojos exageradamente abiertos y zarandeaba sin consideración a su cliente, al que, después de tantos años, por fin le había dado un premio, ¡y que premio!–. Venga mire la fracción y la serie, tiene sesenta mil euros seguros, pero si la fracción y la serie coinciden, serán tres millones, ¡tres millones! Señor Vicente.
El lotero no daba tregua a su sorprendido cliente que, entre empellones y felicitaciones de los otros parroquianos entró en el bar y, con manos temblorosas por la emoción y la incertidumbre, saco su billetera y de ella extrajo el décimo de lotería. La emoción no le dejaba ver con claridad lo que tanto le apremiaba su lotero, pero no necesitó verlo para saber el resultado, los gritos alborozados: primero del vendedor de lotería y luego de todos los clientes del bar, le dieron a entender sin lugar para la duda que lo había conseguido. Después de tantos años de economía ajustada, de privaciones, de estar siempre haciendo cuentas para poder afrontar cualquier gasto extraordinario por insignificante que fuera. Ahora la vida le daba un premio enorme e inesperado. Permaneció en el bar el tiempo indispensable para recibir la enhorabuena de todos aquellos conocidos que a la misma hora acudían a tomar su café matutino.
En cuanto pudo escabullirse salió disparado para su casa, tenía que decírselo a ella, a la que había compartido todas las penurias y las estrecheces sin proferir nunca una queja, sin un lamento. Mirando siempre hacia adelante, insuflándole ánimo cuando a él le faltaba. La escena fue memorable, cuando la esposa le vio entrar excitado, despeinado y llamándola a voces, no pudo evitar un sobresalto, pensando que a su Vicente le ocurría algo relacionado con el dolor de cabeza del día anterior, pero cuando entre risas y palabras entrecortadas le pudo explicar que eran ricos, inmensamente ricos, que por fin podrían hacer todos esos viajes que durante tanto tiempo habían soñado, comprarle a sus hijos lo que necesitasen y en adelante vivir sin problemas, disfrutar de la vida como nunca habían podido hacer. Los dos prorrumpieron a llorar abrazados el uno al otro, el llanto breve pero intenso, les ayudó a liberar la tensión que la noticia les había ocasionado. Ya mas tranquilos, él le dijo que tenía que pasar por los almacenes para despedirse y decirle cuatro cosas a D. Saturnino, ese viejo avaro, esa sanguijuela que le había explotado durante tantos años y la única vez en su vida que le había pedido algo se lo negaba. De nada sirvieron las palabras de su mujer intentando disuadirle.
–Estás nervioso. Ese hombre siempre se portó bien, tu mismo lo decías. No le ofendas ahora que no le necesitas. –Inutil, su marido estaba como en una nube y no atendía razonamientos.
Lo hizo, llegó hasta los almacenes y sin ni siquiera llamar a la puerta, irrumpió en el despacho del propietario y, con malas palabras, le dijo todo lo que pensaba de él y de su tacañería, le fue echando en cara todos y cada uno de los agravios de los que se había sentido victima, para después, dando un tremendo portazo salir de allí henchido de satisfacción. Durante el tiempo que permaneció en el despacho de D. Saturnino despachándose bien a su gusto. El que había sido su jefe le escuchaba en silencio, con una mirada mezcla de sorpresa, tristeza y desconcierto. Sus antiguos compañeros, enterados de lo que estaba ocurriendo, estaban arremolinados a no mucha distancia del despacho, simulando que ordenaban algo, pero con la única intención de escuchar lo que Vicente decía a grandes voces en el interior. Cuando se hubo desahogado, salió dando un portazo sin que aquel miserable usurero hubiese abierto la boca.
Nunca hubiese podido imaginar como ese premio afectaría a su vida. Lo primero que hizo una vez hubo satisfecho esa furia vengativa hacia su antiguo patrón, fue regresar a casa y en compañía de Amparo, su señora, pasar por la oficina bancaria en la que tenían depositados sus exiguos ahorros. La noticia de su fortuna se estaba propagando como la pólvora por el barrio y todo eran parabienes de los conocidos con los que se fueron cruzando. Incluso en al entrar en el banco, el director en persona salió a recibirles a la puerta tratándolos por sus nombres de pila, algo que jamas hasta ese día había ocurrido.
–¡Cuanto bueno por aquí! Pasen, pasen D. Vicente, Doña Amparo. –Les decía obsequioso, mientras se inclinaba en continuas y pronunciadas reverencias.
Nunca hubiese imaginado Vicente que, ese hombre, antes tan estirado y distante y ahora tan zalamero, supiese como se llamaban. Mientras les conducía hasta su despacho, pudo observar en él una mirada que le pareció entre lobuna y llena de codicia.
–En primer lugar felicitarles por el feliz acontecimiento –Les hablaba con una simpatía y una amabilidad exquisita–, y ofrecerles nuestros servicios y asesoramiento para dar el mejor destino a su patrimonio.
Empezaban a degustar el placer de sentirse parte de esa minoría selecta a la que parecen destinadas las cosas buenas. Cuando abandonaron la oficina bancaria, lo hicieron habiendo descubierto todo un horizonte de posibilidades de inversión para su capital, que les permitiría disfrutar un confort, hasta entonces ni tan siquiera soñado. La siguiente visita fue a un concesionario de coches de lujo. También pasaron por una de las mas selectas joyerías de la ciudad: él adquirió un solitario de platino con un brillante, nada ostentoso, era un viejo deseo insatisfecho; ella, un bonito reloj suizo de oro. Los días siguientes fueron una sucesión inagotable, un torbellino de compras, felicitaciones, proyectos maravillosos para ellos y para sus dos hijos, una vorágine y un desenfreno de colmar deseos insatisfechos. También cambiaron su piso por otro mas grande y lujoso en una zona privilegiada de la ciudad.
Durante un tiempo vivieron deslumbrados por los lujos y comodidades que el azar había puesto a su alcance, pero como siempre ocurre, lo que al principio les deslumbraba y les hacía hacía sentirse dichosos y especiales, por la fuerza de la costumbre fue perdiendo importancia y dejó de causarles esa sensación de falsa felicidad que hasta entonces les había proporcionado. En la medida que la molicie y la calidad de los objetos que ahora disfrutaban perdía valor para sus ojos, comenzaban a echar de menos otras cosas que antes disfrutaron sin valorarlas adecuadamente y que ahora, al carecer de ellas, iban cobrando su verdadera dimensión.
Los primeros desengaños vinieron con los amigos. De los que hasta entonces tenían, unos se fueron apartando por sí mismos al no poder adaptarse al nuevo ritmo de vida de Amparo y Vicente, mientras que de otros se apartaron ellos, cuando pudieron comprobar que, mas que amistad, lo que pretendían era revertir en su propio beneficio el hecho de conocerlos: les pedían prestamos y favores que, al principio, Vicente atendía gustoso, pero todo abuso tiene un límite. Tampoco tuvieron suerte con las personas con las que ahora se relacionaban. Sus nuevos vecinos los rechazaban por considerarles tan solo “nuevos ricos”, unos advenedizos provenientes del vulgo, también se vieron acosados por otro grupo: formado por peligrosos vividores dispuestos a devorar su capital aprovechando su inexperiencia en ese mundo nuevo en el que se habían sumergido sin ninguna transición. Un día, casi de sopetón, descubrieron que estaban solos: sus dos hijos tenían ya sus propias vidas, independientes y lejanas, les visitaban de tarde en tarde y de ninguna forma hubiesen admitido que no eran unos hijos ejemplares, pero no era esa la causa de su soledad. El verdadero motivo es que, habiendo perdido su antiguo círculo de amistades, no habían conseguido rodearse de otro que supliera a satisfacción a los primeros. Las riquezas solo proporcionaban una vida mas relajada y mullida, pero nada mas, de ninguna manera compensaban la soledad en la que ahora transcurrían sus días.
Varios años después, tuvo Vicente el deseo repentino de regresar a su antiguo barrio, de volver a confraternizar con las viejas amistades, incluso de volver a ver a los que fueron sus compañeros de trabajo. Aquellas gentes, mas humildes y sinceras que sus nuevos vecinos, le reconocieron y le saludaron con afecto, pero pudo detectar como se había instalado entre ellos una distancia insuperable. Después de cruzar unas palabras, todos se iban apresuradamente, como si le hubiesen saludado por mera cortesía. Era el momento de tomar un café y “¿donde mejor que en el “Bar de Paco” al que iba siempre. Estudia los rostros de los clientes pero ninguno de ellos le resulta familiar. Tan solo Fermín, el camarero, le reconoce al instante, otra vez vuelve a repetirse la misma escena, le saluda con amabilidad pero manteniendo esa distancia que tan incómoda le resulta. Abona la consumición y sale otra vez a la calle. Sus pasos se encaminan hacia los Almacenes Bertomeu&Cia. Ha sido una reacción instintiva, mecánica, es lo que siempre hacía cuando salía del bar por las mañanas en aquellos tiempos, ahora tan lejanos, cuando no era rico y vivía en aquel barrio. No había experimentado aún la sorpresa mas desagradable, fue al doblar la última esquina, cuando esperaba ver la imponente fachada de los Almacenes Bertomeu&Cia, en los que, ahora se daba cuenta, había disfrutado muchos de los mejores momentos de su vida. Mientras se acercaba al que había sido su trabajo y su medio de vida durante tantos años, iba acariciando la posibilidad de congraciarse con D. Saturnino. En su fuero interno sentía un remordimiento incómodo y molesto por la forma en que se despidió. –“Ahora lo arreglaría”–. El propietario era un buen hombre, comprensivo y razonable, seguro que aceptaría sus excusas. Todo había sido producto de los nervios y la excitación por el premio, seguro que él lo entendería. Dando vueltas en su cerebro a esos pensamientos llegó a la última esquina, al doblarla podría contemplar de nuevo aquella fachada que tan gratos recuerdos le traía. Pero al hacerlo, quedó paralizado por la sorpresa, helado, como petrificado por lo que contemplaban sus ojos. Donde estuvieron los Almacenes Bertomeu&Cia, ahora tan solo había un inmenso solar, cercado con una valla metálica y lleno de matorrales. Sintió un pinchazo en el pecho y una opresión que le ahogaba, tuvo que apoyarse en la próxima pared para mantenerse en píe. No sabría precisar cuanto tiempo llevaba, ni el que hubiese permanecido todavía, de no haberlo sacado de su abstracción una voz que reconoció al instante.
–¿No lo sabías? Pareces muy sorprendido. –Era Felisa, una de las dependientas que bajo su dirección trabajaban en aquel lugar.
–¡Felisa! ¡Eres tu! –Sus ojos se humedecieron en un arranque de ternura al ver a la que fue su compañera. Avejentada, con aspecto triste y abatido, tan distinta a la que él recordaba–. ¿Que ha ocurrido? No sabía nada.
–Fue cuando te fuiste. Todo pasó demasiado aprisa. Pero eso a ti ya no debe preocuparte. –Había un tono de evidente reproche en las palabras de aquella mujer.
–Te ruego que me digas como se llegó a esto. Mira, vayamos allí –señala a una cafetería próxima–, es importante para mí saber lo que ha ocurrido.
Debieron ser los ojos enrojecidos de Vicente y su mirada suplicante lo que conmovió el corazón de la mujer y le hizo acceder a su solicitud. Tomaron asiento y Felisa dio comienzo a su relato.
–Cuando te fuiste, todo se vino abajo. D. Saturnino quedó muy afectado por lo que le dijiste al despedirte, hacía algún tiempo que las ventas se estaban resintiendo y él había planeado unas obras importantes para modernizar los almacenes, para adaptarlos a los nuevos tiempos, ese fue el motivo por el que no pudo complacer tu petición. Me lo confesó con lagrimas en los ojos, te quería como a un hijo. No tuvo tiempo de ejecutar sus planes, tu deserción y el cúmulo de problemas que vinieron por esas fechas le afectaron demasiado, cayó en un estado depresivo de abandono y en apenas unos meses murió. Sus herederos no quisieron continuar con el negocio y prefirieron vender el edificio a una empresa constructora que, cerró la empresa y derribó el edificio, como has podido comprobar. Eso es todo, ahora disculpa pero tengo muchas cosas que hacer. Felisa se levantó y sin mas se marchó, dejándolo atribulado por su relato.
Vicente se remueve en la cama y empapado en sudor se agita inquieto. Una mano cuyo tacto le resulta amable y conocido le palpa la frente.
–Parece que ya no tiene fiebre. –Es Amparo, su mujer, que le mira con ojos cariñosos y preocupados, mientras habla con alguien que permanece a su lado en silencio. –Vicente, ¡cariñó! Mira quien ha venido a verte.
Él desvía su mirada en la dirección que indican los ojos de su mujer y un gesto de alegría, sorpresa e incredulidad se dibuja en su cara. Con los ojos desmesuradamente abiertos contempla como D. Saturnino le mira con afecto. Casi en el mismo momento que ha reconocido a su jefe, también se da cuenta que está en su antigua cama, en el mismo dormitorio que tenía antes de que le tocara la lotería. Mira a su mujer sin entender nada de lo que está pasando ¿como han regresado allí? Pero por mas que intenta comprender no lo consigue, D. Saturnino está vivo junto a su mujer y le mira con afecto, como siempre lo ha hecho.
–Vicente, has estado enfermo. –Le explica Amparo–. Has estado varios días con dolores de cabeza ¿recuerdas? Te subió mucho la fiebre, llevas dos días inconsciente y delirando y nos has tenido a todos muy asustados. Hablabas solo y te agitabas inquieto todo el rato, pero nunca conseguí entender lo que decías.
Vicente va comprendiendo, todo lo del premio ha sido un delirio producido por la fiebre. Sigue en su piso, con su coche viejo y con su trabajo en los Almacenes Bertomeu&Cia. Tarda poco en asimilar que sigue siendo un modesto empleado sin casi patrimonio, pero curiosamente, eso no le trastorna ni le apena, más bien al contrario. Ese sueño, delirio o lo que sea, le ha servido para ver la vida de otra forma, para valorar cosas que antes no consideraba en su verdadera dimensión. Ha comprendido que no es el dinero lo que puede hacerle mas feliz. Dos días después se encuentra recuperado y sale como todos los días para dirigirse a su trabajo. Se detiene en el “Bar de Paco” para tomar su café matutino.
–Buenos días D. Vicente ¿como se encuentra? Ya supimos que ha estado muy enfermo. –Le saluda solícito el camarero, luego algunos de los clientes habituales también se interesan por su estado de salud. Le felicitan por su recuperación y él recibe con gran placer todas esas muestras de afecto.
Cuando después de pagar su café sale del bar, tropieza con el lotero que suele ponerse en la puerta para vender sus décimos. Este le interpela.
–D. Vicente tengo aquí el décimo que siempre le guardo, el “67.890”.
–¡No!, ¡de ninguna manera! –Se aparta del vendedor como si fuera un apestado–. Ya no quiero lotería nunca mas. ¿Has entendido? ¡Nunca mas!
Llega a los almacenes, al poco rato, como siempre, llega también D. Saturnino.
–¡Buenos días Vicente! Luego pasa por mi despacho. –Vicente sufre un respingo, esas palabras, ya las ha escuchado antes y sabe muy bien lo que pasó después. Se acerca a su jefe y mirándole fijamente y algo exaltado le dice.
–¡No se preocupe!, no es necesario que me de el sobre con el incentivo ni que me suba el sueldo, no me iré por eso. Además, ya no compraré lotería ¡nunca mas!
D. Saturnino se queda mirándole extrañado y le pregunta.
–Pero Vicente. ¿Tu ya estás bien? Mira, tomate el día libre y termina de recuperarte, que no queremos que te pongas enfermo otra vez. –Le da unas afectuosas palmadas y entra en su despacho.
Vicente sale a la calle. Mientras camina, juguetea con el anillo que lleva en el dedo anular de su mano derecha.
–“¿Ese anillo?”–. Se detiene en seco mirando pasmado aquel objeto. No puede existir una explicación lógica que justifique la presencia en su dedo, de aquel solitario de platino con un brillante, que compró ¿en su sueño?...

No hay comentarios: