jueves, 9 de junio de 2011

LA INTRUSA



Rosa llora amargamente al recordar su vida junto a Ramiro: ya nunca mas volverá a sentir sus abrazos; no volverá a aspirar el aroma de su piel. Sus ojos, anegados en lagrimas, miran el cuerpo que descansa en el interior del ataúd al otro lado del cristal y un sollozo amargo e incontenible surge desde lo mas profundo de su pecho. Se siente vacía, abandonada, sola con sus recuerdos. Por un momento cierra los ojos y, su memoria, la traslada hacia tiempos pasados. Como si el subconsciente se negara a admitir la terrible evidencia:
Está en otro tiempo, en otro lugar y es feliz junto a él. Le gusta mirarse en sus ojos verdes y profundos. Cuando sus miradas conectan pueden comunicarse sin hablar, sus pupilas transmiten sus sentimientos; las palabras de amor viajan entre sus cerebros a la velocidad de la luz, muy superior a la del sonido, inundando de dicha sus corazones desbordantes de felicidad. A Rosa le gusta sentir los latidos del corazón de Ramiro cuando descansa la cabeza en su pecho, sentir el ardiente tacto de sus manos recorriendo su cuerpo, abrasándola de pasión. Cuando él la toca, su piel reacciona volviéndose mas sensible y, entre caricia y caricia se enerva ansiosa esperando la siguiente, como el adicto a una droga que ansía con desespero la próxima dosis. Los dedos del hombre, hábiles exploradores, recorren con exquisita paciencia los secretos escondites de su cuerpo, aquellos en los que habita el placer; se mueven con maestría, avanzan con seguridad, sin miedo a equivocar el camino tantas veces recorrido. Luego, los dos conectados, unidos como un solo cuerpo, inician la danza ritual hasta que, ahítos de placer y desbordados de amor, estallan en una orgía de pasión y deseo. Después, Rosa se aplasta contra él, como si quisiera fundir para siempre los dos cuerpos en uno solo prolongando eternamente el momento de total felicidad.
El ruido de unos pasos sigilosos le hace abrir los ojos y girar la cabeza .”¡No puede ser! ¡Es imposible! ¡¿Como se atreve...?!” Los ojos de Rosa miran hacia la puerta y se clavan iracundos en la figura que se recorta en el marco de la entrada a la sala, sin atreverse a entrar, dudando entre seguir o quedarse allí. Sus dedos crispados por la rabia aprietan los brazos de la silla hasta hacerse daño.
¿A que has venido? –Grita frenética– ¿También quieres robarme el dolor? ¡No! ¡Eso no te lo dejaré! ¡El dolor es solo para mí! Me robaste su cariño, pero no compartiremos el dolor. ¡Fuera!
Se levanta poseída por un odio feroz y salvaje. Camina hacia la intrusa con los brazos extendidos, las manos abiertas y los dedos encogidos como garras dispuestas para clavarlas en el corazón de la otra, de la usurpadora, de la ladrona que se casó con su Ramiro. La figura de la puerta rompe a llorar y sale corriendo hasta la calle, tropezando con la gente que acudió a dar el pésame y que se agolpa en el exterior de la sala, ocupada tan solo por una mujer desconocida que da muestras de haber perdido totalmente el juicio.
Eso es ¡Vete maldita! ¡Puerca ladrona...! Ahora es solo para mí. ¡Lo habéis oído todos! ¡Solo para mi! –En los ojos desorbitados de Rosa, se asoma inconfundible el brillo delirante de la locura. 

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